martes, 28 de octubre de 2014

Colina Sainte-Geneviène

Procuro subir la rue Saint-Jacques al menos una vez cada semana en Velib. Es un ejercicio que de la necesidad se ha hecho una costumbre. Salgo de Rivoli y tomo la diagonal hacia la rue Saint-Martin en dirección Saint-Michel. Comienzo a atravesar el Sena mientras muto de asfalto. Alcanzo la isla por los kioscos de las flores, a la izquierda el hospital, en gran angular Notre Dame. Paso el segundo puente, ya estoy en Rive Gauche. Tengo que dominar el tráfico, quiero una panorámica pero me distraen las fachadas, los cafés y las formas. Cruzo con rapidez por una discusión. Me pienso en anacrónico, cuidado al concentrarme al frente ha frenado un bus, detrás una moto ha intentado pasarme.

Llegando al College de France se inclina con rudeza el pavimento. Es hora de dominar la montaña, me concentro en asumir mi rol. La flecha indica adelante, llevo la dirección de los autos, gotas de sudor acarician mi espalda. Entro en el final de los tres cambios, sigo en el estilo de Paul Masson, precioso regalo de vanguardias. Empujo al levantarme del sillín como un sedentario que despierta. Palpito al controlar el manubrio, es imprudente titubear sobre las lineas, olvido la palanca del freno, vuelven a sudar mis manos, sonrío a las labores de mis piernas. 

Cambio de ritmo. Momento del escape. Los más experimentados con toda estabilidad buscan atacarme por la espalda, yo en contrarreloj manejo la vista hacia adelante, ligero al ejecutar la fuga, parecen segundos de ventaja, pienso en la undécima etapa y vuelvo a levantarme en los pedales, la calle se deshace más angosta, escucho circular la cadena, paso por la casa de los hechos sociales, presiento que desde los mapas me observan, levanto mis brazos, las zebras son metas simbólicas. 

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