Dante se llamaba aquel recién acreditado
sociólogo que a un buquebus cruzando
el Río de la Plata fue a parar luego de un largo viaje desde Santiago de Cali
con su mochila al hombro por tierra. Sus padres le habían conversado sobre aquella blancura conquistada en el borde de la prospera tierra uruguaya. Ansioso desde la popa aguardaba contemplando la frontera invisible del agua. Equilibrio en
el rostro. Bienvenidos a Uruguay. Sellaron su pasaporte. Departamento de Colonia.
Terminal-puerto fluvial.
Gotas de sudor caían en su frente y defendían
la angostura de su barba advirtiendo el pesado aire del mediodía, súbito verano de
noviembre. La máscara de humedad se
estampo en su camiseta, miro su reloj para compararlo con el de la estación, estaban sincronizados. Cambio pesos argentinos, compro agua en ligero frasco. Emprendió salir para descubrir como
siempre. Al girar a la izquierda por la calle Intendente Suarez hacia la acera
del frente una muchacha, de morral y blancos audífonos, iluminada entre las
sombras pasaba su reflejo por el espejo de simpática heladería italiana. Dante se
acerco, se detuvo frente a aquellos ojos azules, cabellera color león terminada donde empieza la columna, pregunto la dirección inscrita en la palma de su
mano. Ella se retiro los audífonos, contesto conocer el camino, marchaban hacia
el mismo hostal, recibió del agua con una sonrisa. Continuaron andando
instruyendo conocerse.
Sofía se presento. Fotógrafa de Valparaíso,
trabajaba por entregas para una revista de modas, residente de un costado de Plaza Mena a dos calles de la Sebastiana. Aventurera empedernida su risa la
delataba. Amante de la música argentina y los funiculares. Visitante frecuente
de zoológicos. Venía de paso para practicar sobre diafragmas y
focos. Dante se presento. Antiguo universitario del valle, prominente
interprete de harmónica. Admirador de restaurantes en barcos, asistía como
editor de cuentos infantiles. Reveló haber soñado una noche atravesar larga
parte de la ruta panamericana para conocer países. No preguntaron edades,
jugaron a dialogar sin dejar de mirarse. Se gustaron. Viraron a la izquierda en
la avenida General Flores, marciales intersecciones. Llegaron al hostal,
registraron por aparte sus destinos.
Regresaba Sofía de capturar
arquitecturas cuando se tropezó con Dante en la puerta del albergue fumando
bocanadas de tabaco que llevaba a la frente, en sandalias y bermudas. Tranquilo
contemplaba la independencia de la esfera naranja radiante sumergida a media altura sobre la bandeja de agua. Ella,
confesó cautivarse por la dulzura del paisaje.
Cambio de lente, tomo unas fotos. Atónito, él examinaba el azul vestido de
enfrente, subterráneo como esos ojos. Saco del bolsillo diminuta cámara análoga
de fabricación charrúa introducida artesanalmente en una corta botella de
vidrio que alrededor del corcho tenia escrita en letra cursiva la
palabra encanto. Abrió su mano derecha intencionalmente para entregarla.
Agradecida prometió cargarla consigo a manera de amuleto. Resolvieron ir por
algo de cena. Patio colonial de veraneras columnas, chivitas con vasos de
Pilsen, sillas al libre de afuera. Una pareja de ancianos danzaba cielito de patria. Emprendieron
recorrido, melodías que salían de ventanas precedieron la introducción del
vino. Senderos rústicos en piedra. Descendieron por la calle de los suspiros, la
que en colonias se repite. Bordearon las
murallas, alcanzaron el faro, inevitable guía. Mientras disparaban con la
cámara improvisados retratos compartían la botella. La ciudad blanca embellecía
con el encanto de las farolas encendidas, la brisa murmuraba la
frescura del cuarto menguante.
En el viejo muelle del puerto, a la orilla sin botes decidieron sentarse. Bebiendo anécdotas repetían coros de improvisadas canciones. La noche ejecutora maquinal del deseo aprobó permisos para tocar ajenos labios. Polifónicos susurros fomentaban la encantadora unidad del lenguaje. Rehenes embriagados de libertad se entregaron tres veces a un mismo acto. Abrazados a la comunicación universal del silencio pupilas cargadas de fuego detectaron motores de sigilosas embarcaciones lejanas. Pasmados de emoción alistaron el retorno ajustando sus ropas.
En el viejo muelle del puerto, a la orilla sin botes decidieron sentarse. Bebiendo anécdotas repetían coros de improvisadas canciones. La noche ejecutora maquinal del deseo aprobó permisos para tocar ajenos labios. Polifónicos susurros fomentaban la encantadora unidad del lenguaje. Rehenes embriagados de libertad se entregaron tres veces a un mismo acto. Abrazados a la comunicación universal del silencio pupilas cargadas de fuego detectaron motores de sigilosas embarcaciones lejanas. Pasmados de emoción alistaron el retorno ajustando sus ropas.
Bienvenidos al hostal se
tropezaron con cansados humores propiciados por la soledad de la madrugada.
Dante realizó borrosos esfuerzos para comparar el reloj contiguo a la recepción con el suyo, estaban sincronizados. Se abrazaron deseándose buena suerte, un lento e
incronometrable beso corrió por sus bocas. Ella, tomaría una ducha antes de
partir rumbo a Montevideo, conocería el sur del Brasil por escalas. Él,
permanecería unos días buscando la ruta hacia el parque nacional de Anchorena, prometiendo
visitar Isla Negra a su regreso por las costas del litoral central.
Nítidas fotografías borradas retornaron los recuerdos en la playa de la Barra donde Sofía
embotellada fue a parar, contigua a una discoteca a pocos kilómetros de Punta
del Este.
Memoria en digital de análogo
encanto.
El Capitán