No ha sido un secreto que me
gustan los parques. En Bogotá los hay para todo tipo de gustos. Para nacionales. Para
independientes. Para novios. Para osos. Para bolivarianos. Para tunales con
túneles. Para virreyes. Si sigo el tonto juego corto me quedo.
Al costado del Planetario, en
plena carrera séptima se abre una puerta al encanto: el Parque de la
independencia. Un lugar común pero sentimentalmente especial dentro de la capital donde respiro. Esplendido tesoro. Estar cerca de las estrellas agranda lo sugestivo. Su
extensión es un conjunto de hermosuras. Oasis de fácil acceso. Pedazo de
pulmón. Hilera de escaleras sin nombre. Cada recorrido es diferente. Nunca
desata el mismo recuerdo. Allí aprendí a jugar con la cámara de mis ojos. Escribí
guiones de películas olvidadas. Recibí una llamada inesperada. Vi avanzar divinas siluetas de oscuros azules en inolvidables atardeceres. Alucinantes palmeras. Bifurcaciones de vías enredadas que conducen a alguna parte.
Mujeres ermitañas buscando sus destinos. Hombres de solitarios rostros. Sillas
para enamorados. Prados de altos arboles para los más arriesgados. Lectoras
imprevisibles. Viajo a través de sus rincones encontrando pequeños pedazos de retentiva. De mi Bogotá
que circula. Que dando pasos descansa. Aparecen sorpresas: el pequeño teatro de escaleras romanas. Remembranzas
de jazz al parque, de Plinio Córdoba. El carrusel abandonado para que la alegría infantil cabalgue en imaginarios. Las Pantallas para cinéfilos. El Compartimiento de vidas ajenas. Los esparcimiento
de animales felices. Personajes de extrañas miradas. Saludos cordiales.
El espacio que cubre el parque rompe los límites en extensión. Abraza las emblemáticas torres que soñó Salmona para el deleite de la gente que pasa. Libertino de cafés, galerias de arte y recitales en curiosos locales. Lugares consolidadores de ciudadanas quimeras como las del personaje de Sin Remedios, embrujadora novela de Antonio Caballero. Ocupa el bizarro edificio Klïm, menuda locación para ejecutar todo tipo de fantasías. Atraviesa la esquina donde aguarda Luvina, libreria materializadora de las historias de Juan Rulfo, manojo de deleites, deposito de objetos que rehusan digitalizarse. Reconoce la empinada Macarena. Paradojas de vida, de seres que no se matan. Colmada en suculentos sabores. Cruza por Bosque Izquierdo, con la presentación de curvas pronunciadas de particulares encantos. Prominentes sensaciones para el conquistador de algunos de sus secretos. Comprende el mirador ignorado por los entes que por debajo lo pasan, omnipotente tesoro. Narraciones de substancia. Sortilegios de cuadras. Es el yo caminando. Es la frontera invisible. Es la historia de un trayecto bogotano.
El espacio que cubre el parque rompe los límites en extensión. Abraza las emblemáticas torres que soñó Salmona para el deleite de la gente que pasa. Libertino de cafés, galerias de arte y recitales en curiosos locales. Lugares consolidadores de ciudadanas quimeras como las del personaje de Sin Remedios, embrujadora novela de Antonio Caballero. Ocupa el bizarro edificio Klïm, menuda locación para ejecutar todo tipo de fantasías. Atraviesa la esquina donde aguarda Luvina, libreria materializadora de las historias de Juan Rulfo, manojo de deleites, deposito de objetos que rehusan digitalizarse. Reconoce la empinada Macarena. Paradojas de vida, de seres que no se matan. Colmada en suculentos sabores. Cruza por Bosque Izquierdo, con la presentación de curvas pronunciadas de particulares encantos. Prominentes sensaciones para el conquistador de algunos de sus secretos. Comprende el mirador ignorado por los entes que por debajo lo pasan, omnipotente tesoro. Narraciones de substancia. Sortilegios de cuadras. Es el yo caminando. Es la frontera invisible. Es la historia de un trayecto bogotano.
Fotografía tomada del blog http://bogotaenbogota.blogspot.com |
No hay comentarios:
Publicar un comentario